jueves, 2 de abril de 2020

La guerra en el mundo mexica



Cuando estudiamos la Historia del mundo azteca uno de los rasgos más indicativos de su cultura y que en ocasiones más sorprende es su obsesión por el factor bélico, donde el lograr proezas marciales era un símbolo de estatus y valía, un factor imprescindible para escalar posiciones en dicha sociedad e incluso para ingresar en la nobleza.
Su culto a la guerra inundaba incluso sus creencias religiosas, donde su disociación sería incomprensible. Esto se aprecia desde el mismo momento del nacimiento, que era entendido como un campo de batalla lleno de dolor y de sangre. Tanto así que ha llegado a nosotros el rito de nacimiento que era iniciado por la misma comadrona que lo traía al mundo, quién alzaba al bebé sobre sus brazos mientras lanzaba cánticos de guerra y lo exhortaba con las siguientes palabras: “Tu hogar no está aquí, porque eres un águila o un jaguar, esto es sólo un lugar donde anidar, la guerra es tu tarea. Debes darle bebida, alimento, comida al dios [sangre]. Quizá merezcas la muerte por el cuchillo de obsidiana [en sacrificio], que tu corazón no vacile, que desee, que ansíe el florecer de la muerte por el cuchillo de obsidiana. Que saboree el aroma, la frescura, la dulzura de la oscuridad”. Los niños pequeños destinados a ser guerreros eran presentados con escudos y flechas en miniatura que simbolizaban la meta de su futura existencia. Sus cordones umbilicales y las armas que se les entregaban eran confinados a guerreros veteranos para ser enterrados ceremonialmente en un campo de batalla.
Una vez alcanzada la edad adulta, su vida estaba destina por y para derramar sangre en el campo de batalla y lograr víctimas propiciatorias para sacrificar a sus dioses. No había nada más viril y honorable para un guerrero azteca que la muerte en el campo de batalla o en el altar de sacrificios. Tanto así que los hombres que fallecía de esta manera, así como las mujeres que perecían en el parto, eran considerados merecedores de otra vida ultraterrenal. Por el contrario, todos los demás, independientemente de su estatus y rango, debían vagar durante cuatro años por el inframundo hasta que recalaban en su lugar más bajo (al que llamaban “Tierra de los Muertos” o “Nuestro Hogar Común”), donde debían presentar sus regalos al Señor de la Muerte y luego desaparecían en las sombras. Fue éste un tema que inspiró profundamente a los poetas aztecas, uno de los cuales cantaba: “No hay nada como la muerte en la guerra, nada como el florecer de la muerte, tan preciosa al que da la vida. Ya la veo ¡Mi corazón la ansía!”.


Guerreros aztecas en el Códice Florentino. 
 La misma configuración del territorio del valle de México fue caldo de cultivo para un estado continuo de guerra: la multitud de ciudades-estado, la riqueza agrícola de la región por el uso de las chinampas (huertas flotantes de los lagos de agua dulce), la abundante población… El que podía sembrar el terror en los corazones de todos los demás era el que dominaba y gobernaba, y podía extraer el mayor tributo. Una estimación moderna sugiere que una familia podía sostenerse todo el año de los frutos obtenidos en sólo unas siete semanas de trabajo en las chinampas. Parte del excedente de la cosecha iba a alimentar las ciudades en forma de tributo, pero quedaba un excedente de trabajo que dejaba a los hombres libres para dedicarse a las actividades militares. Un efecto de ello fue producir una estructura social jerárquica, en la cual emergían diferentes grupos de gente, como las clases guerrera y sacerdotal. 
 En un mundo de estados en conflicto, había mucho que ganar, como los aztecas no tardaron en descubrir, refinando el arte de la guerra. Los códices aztecas, los relatos españoles de la conquista, y las evidencias arqueológicas, muestran que la tecnología militar en Mesoamérica no llegaba a las elaboradas máquinas de guerra y armas europeas. El éxito o fracaso en el campo de batalla dependía en cambio del eficiente entrenamiento de los guerreros individuales, su organización, sus tácticas y su alta moral. 
Los mismos emperadores aztecas, nada más ascender al trono, debían emprender por costumbre nuevas campañas de conquista. El éxito de esta expedición inicial era una prueba vital de su valor. Cuando un nuevo soberano, Tizoc, regresó con sólo 40 cautivos tras perder 300 hombres, fue etiquetado como un fracaso y su reputación no se recuperó nunca. Según un cronista: “miembros de su corte, furiosos ante su debilidad y falta de deseo de traer la gloria a la nación azteca, lo ayudaron a morir con algo que le dieron para comer”. 
Tras el énfasis azteca en el triunfo marcial había una lógica compulsiva. Curiosamente, los aztecas hacían pocos intentos por subyugar a los pueblos a los que conquistaban. Ninguna cadena de fortalezas (como poseían los incas), mantenía a las naciones derrotadas bajo el yugo; incluso las guarniciones militares parece que fueron raras. En vez de ello, los conquistadores aztecas dependían de la intimidación para la sumisión continuada de las demás ciudades-estado de la región: el miedo a las represalias era lo que mantenía fluyendo los tributos. Cualquier indicio de que los ejércitos aztecas ya no eran invencibles podía suscitar el desafío y la insurrección, un hecho que los conquistadores españoles iban a capitalizar cuando grupos de indios hostiles, especialmente tlaxcaltecas, se aliaron a ellos para ayudar a derribar a los aztecas.
Hasta este cataclismo final e imprevisible, la maquinaria de guerra azteca fue un arma excepcionalmente efectiva. Todas las energías del Estado estaban dirigidas a alentar las proezas marciales. Desde la edad de 20 años, cada hombre corporalmente apto podía ser reclutado para las campañas que formaban una parte regular del año azteca, normalmente a finales de otoño, una vez completada la recolección y terminadas las lluvias de verano. Además, existía también una clase militar profesional, exenta del trabajo manual, extraída tanto de la nobleza como de los plebeyos que habían demostrado su valor en la guerra. Estos guerreros a tiempo completo no tenían otro compromiso que la guerra, ya que eran mantenidos por el Estado gracias a los tributos en armas y comida proporcionados por las ciudades conquistadas. 
Todos los muchachos recibían algún entrenamiento militar. A la edad de 10 años aproximadamente, su pelo era rapado excepto un mechón en la nuca, como iniciación preliminar a los sagrados rangos del guerrero. Cuando alcanzaban los 15 años recibían entrenamiento en armas, y se reunían cada tarde con veteranos que les ofrecían relatos de guerra y les enseñaban las danzas y los cantos requeridos.
También se les proporcionaban tareas destinadas a fortalecerles, como cargar troncos desde distantes bosques hasta los templos, donde alimentaban los fuegos eternos que se mantenían en ellos. Cada muchacho debía retener su revelador mechón de pelo hasta participar en la captura de un prisionero. Su primera experiencia en el campo de batalla se limitaba a cargar con el escudo de un guerrero y observar la acción, pero la segunda requería ya que participara, junto con hasta cinco de sus compañeros novicios, en capturar vivo a un enemigo.
El cautivo era llevado entonces a los hombres a cargo del sacrificio, que lo mataban extrayéndole el corazón palpitante. Entonces el cuerpo era arrojado por las escalinatas del templo y el corazón latente a los fuegos fatuos. El cuerpo era dividido entre los muchachos participantes para su consumo ritual: El muslo derecho y el torso correspondían al joven que se había comportado más heroicamente; el muslo izquierdo iba al segundo joven más valiente; el brazo derecho al tercero, y así sucesivamente hasta que no quedaba ninguna porción. La carne humana era cocinada y preparada antes de ser comida por los familiares del joven. No eran extrañas estas escenas de canibalismo ritual entre los aztecas, ante la numerosa cantidad de carne que representaban los sacrificados y la falta de proteínas en la dieta mesoamericana. 

 Escena que representa el sacrificio ritual del guerrero y el reparto del cuerpo
Tras haberse probado a sí mismo, el nuevo guerrero hacía cortar su mechón y dejaba que le creciera el pelo para cubrir su oreja derecha. Pero ahora sólo contaría consigo mismo en batalla, ya no contaría con sus compañeros ni podría ofrecerles su ayuda en otras capturas de prisioneros. Aunque un compañero se encontrara en apuros, debía contenerse, ya que si acudía en su ayuda podía ser acusado de tratar de robarle su cautivo potencial, e ahí una de las mayores debilidades del sistema militar azteca. También tenía estrictamente prohibido apiadarse de un amigo que hubiera fracasado en capturar a un prisionero durante la batalla; entregarle uno de los suyos era un engaño castigado con la muerte
Existían dos tipos de guerra en el Mundo azteca: una destinada a la conquista, que generalmente concluía con la quema o destrucción del templo principal de la ciudad enemiga y la captura del botín. Por medio de estas luchas fue como creció el estado azteca hasta formar un auténtico imperio. Pero las continuas victorias forzaron a los aztecas a guerrear cada vez más lejos, lo que suponía un gran problema para una civilización que no contaba con animales de carga. Por ello los pueblos sometidos estaba obligados a suministrar alimentos a los ejércitos aztecas en marcha, principalmente tortas de maíz, y también cederles un porteador o tamane por cada dos guerreros, para que cargase con los víveres y la impedimenta. Estos hombres eran capaces de marchar 24 km diarios llevando sobre sus espaldas hasta 34 kg de peso. Aún así existían graves problemas de logística, lo que impedía las contiendas de larga duración. Por eso mismo tampoco había la posibilidad de mantener un largo asedio si no se dominaba el entorno, lo que convertía a ciudades como Tenochtitlan en inexpugnables, también debido a su especial orografía rodeada de un lago y comunicada por unas pocas y largas calzadas. Por ello fue habitual el empleo de la guerra psicológica, la crueldad y la siembra del terror.
El otro tipo de guerra estaba destinada a la captura de prisioneros para el sacrificio. Tal vez sea ésta una de las instituciones aztecas menos comprensibles para la concepción moderna, las denominadas “Guerras Floridas”, establecidas entre Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopan por un lado, y los Estados rivales de Tlaxcala y Huexotzinco, del otro. No fue aquel un pacto de paz, sino de hostilidades permanentes, destinado a proporcionar un material inagotable de guerreros cautivos para el sacrificio ritual. “Flores”, en la imaginaría poética de los aztecas, era una metáfora para designar la sangre humana, mientras que el campo de batalla lo concebían como un jardín de flores. Tlaxcala en sus orígenes fue un estado fuerte, pero acabó rodeado de territorios dominados por los aztecas-mexicas. Existen pruebas de que Tlaxcala, cuando llegaron los españoles, era un estado debilitado y enconado a causa de ese ciclo perpetuo de violencia, y así sus gobernantes y su ejército abrazaron gustosos la causa de Cortés. Los aztecas presumían de que Tlaxcala era algo parecido a un "criadero de guerreros" para sacrificar en sus templos.
En este tipo de lucha no estaba bien visto el morir en batalla, sino que, si no había otra opción, lo honroso era dejarse atrapar vivo para tener una muerte digna bajo el cuchillo de obsidiana de los sacerdotes tlaxcaltecas. Pero a ningún dios se sacrificaron tantos hombres como al siempre sediento Huitzilipochtli de Tenochtitlán, dios solar y guerrero, protector de los tenochcas, en su gran pirámide o teocalli que compartía con Tlaloc, dios de las aguas. Debieron ser tantos los sacrificados que desconocemos los números exactos, pero los españoles se encontraron con miles y miles de calaveras que se exhibían como trofeo cerca de la gran pirámide, en el tzompantli. Por ejemplo, en la segunda inauguración de Tenochtitlán, los expertos calculan que, durante cuatro días, en catorce altares, se sacrificaron unas 11.000 personas, imaginemos pues el número total durante casi 200 años. Se dio incluso el caso de un noble príncipe tlaxcalteca, Tlahuicole, quien, cautivo de los aztecas, rechazó la libertad ofrecida por el tlatoani, pues se consideraba con derecho a morir bajo el cuchillo de pedernal, al haber sido hecho prisionero en combate tras luchar bravamente. 
La finalidad de este conflicto "floral" era enfrentar a un enemigo cuyo estatus fuera igual o superior al del guerrero y dominarlo sin inflingirle demasiadas heridas. Los prisioneros mutilados no eran válidos para el sacrificio. Por cada hombre que capturaba con vida, el aspirante a guerrero recibía mantos especiales, tocados o estandartes, y así su record militar era visible para todo el mundo en cualquier momento. Los jóvenes que fracasaban a la hora de distinguirse en el campo de batalla capturando enemigos corrían el riesgo de verse sometidos al ridículo y reducidos a vivir una vida humilde.
El principio de recompensa pública se extendía más aún una vez el guerrero tenía cuatro o más cautivos unidos a su nombre. Entonces se convertía en un honorable soldado con derecho a su parte del tributo de los estados vasallos, e incluso podía cualificarse para un escaño en el consejo de guerra, que aconsejaba al monarca sobre temas militares. Además, el guerrero era elegible para hacerse cargo de responsabilidades importantes en la vida civil, como administrar las escuelas donde eran entrenados los hijos de los plebeyos. Elaboradas leyes decretaban el atuendo y adornos exactos a los que le daban derecho sus hazañas militares. De hecho, bajo el consejo de Tlacaelel, un general que sirvió como una especie de gran visir a tres monarcas del siglo XV, un héroe de este tipo se convertía en el receptor de las joyas más finas y las mejores capas y escudos. Para mantener la exclusividad de tales recompensas, nadie podía adquirirlas en el mercado. En el "Códice Mendoza" figuran los títulos en insignias que se recibían por las sucesivas capturas, aunque es complejo clasificarlos. Cuando un soldado cogía a su primer cautivo, pasaba a ser un iyac, soldado de primer grado, y recibía una capa decorada con un dibujo de un escorpión o una flor, además de otras prendas; con dos prisioneros, pasaba a ser un cuextecatl, soldado de segundo grado, recibiendo un manto orlado en rojo, y vistiendo en adelante en combate una especie de caperuza como tocado; con tres se le concedía una espléndida capa llamada ehehcailacatzcozcatl o “joya retorcida por el viento”. Con cuatro cautivos avanzaban al escalafón superior de guerreros, y se le permitía el privilegio de llevar el pelo a su estilo propio. También recibía nuevas armas, insignias especiales, atuendos adicionales y vestimenta ceremonial. A partir de los cuatro cautivos, cuando pasaba a ser reconocido como tequihuah, o guerrero veterano. A partir de cinco podía engrosar los cuerpos de otomitl, y de seis en adelante los de cuachic o cuauhchichimecatl, pero era muy raro llegar a tanto. 

 
Páginas del códice Mendoza que muestran diversos rangos aztecas
A partir de los tequiuah, los guerreros, por su valor o años de servicio, podían ser admitidos en una de las órdenes militares de élite aztecas: la de Guerreros Águila y la de Guerreros Jaguar, y llevar sus distintivos uniformes y armaduras de algodón. Estas dos órdenes afamadas admitían tanto a nobles como a plebeyos, sin embargo, los nobles, cuyos títulos eran hereditarios, superaban con mucho a los otros, porque poseían mayores oportunidades de distinguirse en batalla. Tras su iniciación en el cuerpo, los Águilas y los Jaguares gozaban de muchos privilegios. Como en el caso de otros guerreros de alto estatus estaban exentos del pago de tributos. Además, podían tener concubinas, comer carne humana habitualmente, beber octli (una bebida alcohólica) en público, y cenar en el Palacio Real. Los pocos guerreros que alcanzaban este estatus desde sus humildes orígenes recibían también tierras; y sus hijos podían heredar la condición de nobles. Cada orden tenía su propia casa en el palacio real de Tenochtitlán: los cuauhcalli. Allí, Águilas y Jaguares celebraban consejos de guerra con el monarca y sus oficiales.
Se reunían también para adorar a Tonatiuh, el dios Sol que los consagraba, y para ocuparse de los asuntos de su propia orden, además de para el placer en forma de festines caníbales y orgías. Los títulos que portaban estos guerreros representaban a los depredadores naturales del mundo mesoamericano, de tierra y de aire. Los aztecas consideraban al águila como un ave sin miedo, valiente, osada, aleteante y chillona, que podía mirar de frente al sol, cualidades que debían emular sus guerreros. Veían al jaguar como cauteloso, sabio, orgulloso, un poderoso animal que desviaba las flechas del cazador antes de revolverse, tenderse, y luego saltar sobre su atacante. El llamado Salón de los caballeros Águila, fue descubierto en las excavaciones del Templo Mayor, cercano al palacio, con impresionantes relieves y decoraciones, los investigadores han supuesto que debía de usarse para algunas ceremonias de la orden.

Guerrero raso Iyac y guerrero Cuextecatl (Adam Hook).
Dispuestos para la batalla, estos guerreros de élite llevaban atuendos que imitaban al águila o al jaguar. Los arqueólogos han desenterrado esculturas que sugieren la temible apariencia que debieron presentar los guerreros Águila y Jaguar, lo que, unido a las miniaturas conservadas, nos da una amplia idea de sus atavíos. Pero, por el hecho de ascender en el rango, también se ponían en un creciente peligro: los atavíos de su éxito los convertían en un llamativo blanco en el campo de batalla.
Entre las demás prestigiosas órdenes estaban los otontin, llamados así por una tribu admirada por su ferocidad; y los cuahchic, o “los rapados”, con toda la cabeza afeitada y tintada en rojo y azul, excepto una característica cresta que lucían entremedio, o con un único mechón de pelo trenzado sobre la oreja. Los otontin también lucían ese mechón, pero lo ataban cerca de la otra oreja de modo que se agitara sobre sus cabezas durante la batalla. Los cuauchic en particular eran notables por su valor, luchaban en parejas, y hacían juramento de no dar ni un solo paso atrás en el campo de batalla ni retirarse. Si uno caía muerto o herido, el otro tenía que luchar sólo. Formaron las tropas de choque que ganaron muchas famosas victorias. 
Tras ellos, los soldados comunes estaban organizados en bandas de 20 miembros, agrupadas a su vez en grandes compañías de 200, 400 y 800 hombres, los calpullis, mezcla de unidad territorial de la capital y de grupo social integrado por parientes, aliados y amigos. Cada distrito urbano de Tenochtitlán proporcionaba un cierto número de estas compañías de “leva”, cada una mandada por un oficial elegido de entre los rangos de aquellos del calpulli que habían tomado cuatro o más cautivos. Las compañías estaban dispuestas en regimientos unidos a los cuatro distritos de la capital, dirigidos por familiares del emperador con títulos tan brillantes como tlacatecatl (Jefe de Hombres), que en batalla lucía un enorme estandarte a la espalda, o el tlacochcalcatl (Jefe de la Casa de jabalinas). Cuando se reunía todo el ejército lo mandaba el tlatoani (emperador) en persona o, a veces, el cihuacoatl (sumo sacerdote de dicha divinidad femenina del inframundo, y brazo derecho del emperador), que se ataviaba con una armadura de algodón y un yelmo monstruoso del mismo material representando a la "diosa serpiente". En otras ocasiones se nombraba un jefe de guerra para mandarlo sólo durante la campaña, el tlacatecutli. Las fuerzas de Tenochtitlán eran reforzadas por tropas adicionales proporcionadas por las otras dos ciudades de la Triple Alianza, Texcoco y Tlacopán, con un sistema similar. Por último, se empleaban algunos mercenarios, como los numerosos arqueros de las tribus otomíes, que actuaban en defensa del Estado azteca.
Mucho se ha discutido sobre el volumen de los ejércitos aztecas, pero hoy se sabe que las fuentes españolas tienden a la exageración. Los historiadores más rigurosos hablan de cifras de 20.000 guerreros para México-Tenochtitlán, y otros tantos entre las otras dos ciudades de la Triple Alianza, más por parte de los alcohuas de Texcoco que de los tecpanecas de Tlacopan. A esto se sumarían los contingentes de los pueblos tributarios, que en las campañas en regiones alejadas serían más numerosos que las fuerzas aztecas, más las interminables filas de porteadores. Pero éstos serían los números totales, y sería improbable que se movilizaran todos para una campaña. 
     Línea de batalla azteca con dos cuahchic en vanguardia (Adam Hook)
Los Estados enemigos recién conquistados por estos ejércitos se organizaban como provincias de la Triple Alianza, que proporcionaban tributos, bajo el control directo de nutridas guarniciones aztecas. Una vasta burocracia que incluía a los torbos recaudadores de impuestos se cuidaba de que el sistema funcionase perfectamente. Nada tiene, pues, de sorprendente que muchas provincias conquistadas saludasen a los españoles como a sus salvadores. 
LAS ARMAS Y ARMADURAS AZTECAS
El armamento mesoamericano posee claramente dos elementos definitorios. El primero es que se trataba de civilizaciones que no conocían el hierro o el bronce, por lo que el material de las armas se limitaba a la madera y a la piedra. En especial, para las armas ofensivas, utilizaban la obsidiana, una piedra volcánica de color negro brillante con la que, a pesar de que parezca primitivo, realizaban cuchillas muy afiladas y de gran calidad. El segundo aspecto característico del armamento mexica es que no estaba fundamentalmente diseñado para matar, sino para herir y facilitar la captura de prisioneros, lo que no excluye que pudieran matar, ya que lo hacían, y bien. Estas armas eran muy adecuadas para las “Guerras Floridas”, pero supusieron un problema a la hora de enfrentarse a los españoles. 
Los aztecas y otros pueblos mesoamericanos, así como los mayas, se protegían el cuerpo con armaduras llamadas en nahualt ichcahuipilli. Éstas consistían en varias capas de tejido de algodón o fibra de Maguey con un relleno vegetal que le daba un aspecto acolchado, con unos dos dedos de grosor. Los bordes se reforzaban con tiras de cuero y unas costuras diagonales mantenían el interior uniformemente repartido. Para hacerlas más duras se dejaban secar tras empaparlas en salmuera. Este tipo de coraza era sobradamente capaz de proteger al guerrero del impacto de cualquier flecha o dardo de punta de madera u obsidiana, de modo que a la llegada de los españoles muchos de éstos las prefirieron en lugar de sus pesadas corazas de acero o cotas de malla. Su forma y tamaño podía variar según la jerarquía social de los combatientes.
En muchos casos, sobre todo para los soldados rasos: iyac, era una pieza sin mangas que cubría el torso y el abdomen por encima de las rodillas. Por influencia huasteca, un pueblo del noreste, desde mediados del siglo XV los guerreros aztecas de élite llevaban modelos más complejos llamados tlahuizli, una especie de mono que no sólo protegía el torso y espalda, sino también brazos y piernas. Estas armaduras se cerraban anudando los lazos que para ese fin llevaban a la espalda y eran idóneas para fijar en ellas los complejos adornos de los que hacían gala los oficiales y nobles aztecas: estandartes de todo tipo, mosaicos de plumas para los guerreros Águila, o pieles de jaguar para los guerreros Jaguar. Estos guerreros águila y jaguar, además de algunos nobles y generales, llevaban ocasionalmente cascos de madera o maguey que imitaban las cabezas de animales o de dioses, aunque otros las desechaban debido a su incomodidad y a que les reducía la visión, adoptando simples tocados emplumados en su lugar.
Además, los oficiales llevaban a su espalda estandartes sujetos fuertemente mediante arneses en los hombros. Además de señalar el rango de su portador, estos imponentes emblemas de mimbre, a menudo espléndidamente decorados con plumas, banderolas, gemas, plata u oro, tenían una función vital a nivel de comunicaciones. En el fragor de la batalla, permitía a los comandantes localizar las compañías individuales, y también servían como puntos de reunión para los soldados dentro de cada unidad. Su amplia visibilidad, de todos modos, convertía a los oficiales portaestandartes en unos blancos tentadores para todo enemigo. Una de las razones de la supremacía de los españoles sobre los aztecas en las batallas, se debía a la relativa facilidad con que podían desmantelar el sistema de comunicaciones enemigo, y mediante la caballería, penetrar en sus filas y dar muerte a los principales líderes, claramente localizables.
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Guerreros aztecas en el Códice Florentino
El armamento defensivo se completaba con varios tipos de escudo, los chimalli. Uno, de mimbre trenzado, se podía enrollar para facilitar su transporte y desenrollarlo luego en combate. Probablemente sólo se usaría para protegerse de las armas arrojadizas en los momentos previos al combate. En la lucha a corta distancia se protegían con otros pequeños escudos redondos de madera. Estos solían ir adornados con pinturas geométricas, imágenes sencillas o plumas en su parte inferior. En casos excepcionales, podían decorarse con un complejo mosaico de plumas, como el que se conserva actualmente en Viena, que imita la figura de un coyote de magnífica factura. 



Escudos mesoamericanos
Los ejércitos mesoamericanos solían comenzar sus batallas arrojando contra el enemigo una densa nube de proyectiles. Lanzaban jabalinas y flechas con puntas de obsidiana o madera endurecida, junto con piedras propulsadas por hondas. Los arcos tenían hasta una longitud de metro y medio, con flechas también muy largas, aunque era un arma de bajo estatus, asociada a mercenarios y a las tribus bárbaras del norte. Las hondas se realizaban con fibra de maguey y podían lanzar piedras de formas especiales hasta 300 m o más, pudiendo aturdir a un hombre o incluso matarlo. Un tipo de venablo corto, con punta de madera endurecida al fuego, estaba diseñado para ser lanzado con la ayuda de un propulsor de madera denominado atlatl. Consistía en una pieza de madera recta de unos 50 cm con una ranura perpendicular a lo largo para alojar el dardo, y un gancho donde afianzar su extremo. Tenía dos huecos para pasar los dedos índice y corazón y, adecuadamente usado, multiplicaba la fuerza del brazo hasta un 50%, con el que el proyectil adquiría mucha más potencia. 

Atlatl ricamente decorado, probablemente perteneciente a un guerrero de alto estatus.
Para la acometida cuerpo a cuerpo se usaba una lanza más pesada, el tepoztopilli, realizado en madera recia en cuya punta engarzaban afiladas y delgadas cuchillas de obsidiana. El mismo sistema se usaba en la que probablemente sea el arma azteca más famosa: el maquahuitl. Era una mezcla entre maza y espada que podía usarse tanto con una como con dos manos. Tenía un mango cilíndrico, que formaba una sola pieza con una hoja de madera que poseía dos hileras o filos de pequeñas lascas de obsidiana afiladas como navajas. Era un arma con una enorme capacidad de corte, más que suficiente para partir las corazas de algodón mesoamericanas o para matar sobradamente si se golpeaba el cuello del enemigo. También, con un golpe fuerte y certero, podía fracturar un brazo u otros huesos, cortar músculos o incluso una mano. Cuando las cuchillas se partían o se embotaban, se las sustituía por otras nuevas, lo que la convertía en un arma muy duradera. El maquahuitl aparece en la mayoría de las imágenes de combatientes aztecas que nos han llegado, pero es probable que se deba a que estas figuras suelen representar a guerreros de alto rango. Lo mismo que ocurría en Europa con las espadas, que no eran alcanzables para todos los estratos sociales, y sin embargo las miniaturas siempre las representan. Lo más seguro es que sólo los nobles y las órdenes elitistas de guerreros las llevaran, mientras que los soldados inferiores tendrían que conformarse con las más barata y sencilla macana. Esta era una simple y maciza porra o maza de madera, normalmente reforzada con una protuberancia en su extremo, pero sin cuchillas de obsidiana, aunque alguna podía tener una punta de madera aguda. 
 El cuauhololli era una especie de maquahuitl grande, caso análogo al de la espada y el mandoble europeo. Este cuauhololli se empleaba siempre a dos manos, debido a su peso y su longitud de 130cm, con una hoja de madera de más de 50 cm y un largísimo mango de unos 80 cm. También poseía en la hoja una doble fila de cuchillas de obsidiana, lo que unido a su peso y su tamaño debía darles a sus golpes una fuerza devastadora, pudiendo cortar un brazo de un solo golpe. Si bien los españoles, exageradamente, decían que “podía arrancar la cabeza de un caballo” de una estocada. El extremo inferior del mango iba provisto de una gruesa esfera tallada en la misma madera, que servía tanto para golpear sin matar como de contrapeso para facilitar su manejo. 
 En su simplicidad, todas estas armas eran tremendamente efectivas en el mundo mesoamericano, pudiendo emplearse tanto para matar, cuando lo requería la ocasión, como para dejar fuera de combate a un guerrero sin matarlo, y así hacerlo prisionero sin dificultad.  
 Tácticas 
Como todo el mundo mesoamericano, la guerra tenía también un complicado ritual, indispensable para conseguir la victoria. En primer lugar era preciso que los sacerdotes encontraran una fecha propicia en los calendarios. Normalmente la temporada de guerras empezaba con las lluvias de invierno, en septiembre. Después se mandaban heraldos que llevaban al enemigo mantas y armas como símbolo de la ruptura de hostilidades. No era extraño que hubiese un lugar prefijado para combatir, sobre todo en las “guerras floridas”. Antes de iniciar la batalla los sacerdotes quemaban copal y el comienzo del ataque se marcaba haciendo sonar caracolas y tambores de madera, además de los gritos de guerra de los combatientes. 

Panoplia azteca (Dionisio A. Cueto)
      La táctica más habitual de los ejércitos mexicas era el ataque frontal con abrumadoras masas de guerreros precedido de una lluvia de proyectiles. A continuación, seguía la carga de los guerreros especializados en el combate cuerpo a cuerpo, a los que seguían ayudantes u esclavos con cuerdas para atar los pies y manos del enemigo que su amo pudiera capturar. El principal defecto de este tipo de formación era que no se sacaba todo el partido posible de una gran cantidad de combatientes, pues solamente luchaban los hombres de las primeras filas. Para evitar esto, los mexicas tendían a formar un frente lo más largo posible, por lo que la fuerza más numerosa podía desbordar al enemigo por uno o los dos flancos, o forzarle a desplazar sus tropas hacia las alas de la formación, lo que volvía peligrosamente frágil su centro. Los oficiales, con sus característicos estandartes a la espalda, se movían por la parte trasera de sus unidades, atentos a cualquier fractura o debilidad que se apreciasen en las propias filas o las del enemigo. La información era rápidamente transmitida mediante tambores o silbidos, para que a ese punto acudieran tropas de refresco que taponaran las brechas propias o profundizaran las ajenas hasta dar el golpe de gracia al ejército rival. Para conseguir una mayor fuerza en el choque, los combatientes mejor preparados por su equipo y experiencia luchaban en las primeras posiciones. Cuando a lo largo de la batalla la fatiga iba restando ímpetu a estos primeros guerreros, otros les sustituían desde atrás. Gracias a este sistema se podía mantener la presión sobre el enemigo por largos periodos de tiempo, lo que hacía que los combates pudiesen llegar a durar varias horas. El tipo de lucha donde predominaban las armas contundentes exigía frecuentemente el uso de formaciones abiertas, donde hubiese el espacio suficiente para usarlas. También era frecuente que la batalla derivase hacia una serie de combates individuales, especialmente entre los luchadores de alto rango. 

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  Batalla de Otumba, entre aztecas y el ejército hispano-tlaxcalteca (1520).  Los aztecas afrontaron el combate con la intención primordial de dar muerte, al contrario. El exiguo número de enemigos situados en formación defensiva (unos 500 españoles y un indeterminado número aliados amerindios) evitó que los aztecas pudieran desarrollar adecuadamente su táctica de relevos en un frente amplio. En la imagen, una abigarrada masa de guerreros de élite aztecas de las primeras líneas rodean y se abalanzan contra los españoles provistos de armas y armaduras de acero, y expertos en tácticas defensivas. (Dionisio A. Cueto)
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Cuando las fuerzas de ambos ejércitos estaban igualadas y no había posibilidad de romper el frente con ataques frontales, los mexicas recurrían a otras tácticas mucho más complejas y que requerían una gran disciplina y organización. Las fuentes españolas nos confirman que los pueblos guerreros de Mesoamérica eran expertos en el uso de “tretas y artimañas”, como los falsos movimientos de tropas o las retiradas fingidas con la que atraer al enemigo hacia alguna encerrona en algún lugar desfavorable donde tenderle una emboscada. En una de esas crónicas, se nos cuenta como las órdenes de otontin y cuahchicqueh recibieron instrucciones antes de una batalla de preparar una emboscada: “Se ordenó a todos estos soldados que se tendieran en el suelo con sus escudos y mazas en las manos, unos 2.000 hombres de todas las provincias. Luego fueron cubiertos con hierba hasta que no pudo verse a ningún hombre”. Cuando apareció a la carrera el ejército oponente los aztecas permanecieron inmóviles tendidos en el suelo. “Corrieron hasta el lugar donde los grandes guerreros aguardaban emboscados. Cuando el enemigo hubo entrado en la trampa, los hombres ocultados en la hierba se pusieron de pie y los aniquilaron. Ninguno escapó, todos fueron muertos o hechos prisioneros. Incluso los jóvenes tomaron muchos cautivos.”

  Emboscada azteca a los huastecas (Adam Hook)
Estas maniobras exigían un alto grado de coordinación, que se conseguía con el riguroso entrenamiento de los varones aztecas al nivel de la institución del calpulli. Una falsa retirada, interpretada por el resto de ejército como auténtica, podía provocar un abandono masivo que llevaba a la catástrofe. Además, se necesitaba mucha disciplina para romper el contacto con las fuerzas contrarias y cederles terreno manteniendo a la vez la capacidad de contraataque. Sobre todo, porque en esos momentos el enemigo se envalentonaba y redoblaba su presión por lo que, si no se conservaban los nervios bien templados, la huída fingida podía transformarse en desbandada real, de desastrosas consecuencias (recordemos que los pueblos mesoamericanos, en su insaciable ansia de capturar enemigos vivos para el sacrificio, acostumbraban a perseguir al enemigo derrotado). El mítico Genghis Khan, experto en este tipo de lucha, decía que “simular desorden requiere disciplina, y simular el miedo requiere valor”. Este valor y esta disciplina eran el punto fuerte del ejército azteca. Gracias a su entrenamiento y organización superó a todas las fuerzas rivales que se pusieron a su alcance durante más de cien años. 
  El objetivo de los ataques de flanqueo y de las maniobras de falsa retirada era conseguir rodear a las fuerzas del enemigo en una posición que les fuera desfavorable. Pero los astutos estrategas precolombinos nunca cerraban completamente el cerco, pues no hay combatientes más fieros que los que luchan sin esperanza. En unas guerras donde la captura significaba la muerte segura en las piedra de sacrificio, aquellos que se veían si posibilidad de escapatoria peleaban con tal bravura que más de una vez habían dado la vuelta al resultado de la batalla, haciendo de la derrota una victoria (lo que demuestra que los aztecas no deseaban tanto el morir el la piedra de sacrificio, como algunos de sus poetas señalaban tanto, siendo probablemente la verdadera causa de éstas canciones la de insuflarles valor a su guerreros). Por eso, para evitar este vuelco del resultado, los aztecas acostumbraban a dejar, una vez rodeado el enemigo, un pasillo de salida, una puerta de escape que les hiciera volver la cabeza y pensar en la salvación más que en la lucha. Si el número de guerreros era amplio y el hueco por donde retirarse pequeño, podía aparecer el pánico, que fácilmente llevaba a la desbandada general. Ese era, justamente, el momento en que los combatientes derrotados eran más vulnerables. Los mismos guerreros que de haberse visto totalmente perdidos habrían luchado como fieras, eran capturados con facilidad para que regaran con su sangre las gradas del templo de Huitzilopochtli. 

     
    Manuscrito de Tovar que representa la batalla de Azcapotzalco
A pesar de estas tácticas, las batallas precolombinas no producían un gran número de bajas, aunque, como ya se ha dicho, los prisioneros encontraban la muerte a posteriori bajo el cuchillo de pedernal de los sacerdotes enemigos. Como en todas las guerras, los combatientes peor equipados y con menos habilidad eran los que más fácilmente caían en las trampas del enemigo. Este sería el caso de los jóvenes guerreros novatos. Su corta edad y su falta de experiencia, haría de ellos unas presas fáciles. Su deseo de emular a los veteranos y, sobre todo, el de conseguir capturar un primer prisionero que les diera el ansiado reconocimiento social como combatientes y como adultos, los llevaría frecuentemente a exponerse más de los necesario, con nefastas consecuencias.



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