Cuando estudiamos la Historia del mundo azteca
uno de los rasgos más indicativos de su cultura y que en ocasiones más
sorprende es su obsesión por el factor bélico, donde el lograr proezas
marciales era un símbolo de estatus y valía, un factor imprescindible para
escalar posiciones en dicha sociedad e incluso para ingresar en la nobleza.
Su culto a la guerra inundaba incluso sus creencias
religiosas, donde su disociación sería incomprensible. Esto se aprecia desde el
mismo momento del nacimiento, que era entendido como un campo de batalla lleno
de dolor y de sangre. Tanto así que ha llegado a nosotros el rito de nacimiento
que era iniciado por la misma comadrona que lo traía al mundo, quién alzaba al
bebé sobre sus brazos mientras lanzaba cánticos de guerra y lo exhortaba con
las siguientes palabras: “Tu hogar no está aquí, porque eres un águila o un
jaguar, esto es sólo un lugar donde anidar, la guerra es tu tarea. Debes darle
bebida, alimento, comida al dios [sangre]. Quizá merezcas la muerte por el
cuchillo de obsidiana [en sacrificio], que tu corazón no vacile, que desee, que
ansíe el florecer de la muerte por el cuchillo de obsidiana. Que saboree el
aroma, la frescura, la dulzura de la oscuridad”. Los niños pequeños destinados
a ser guerreros eran presentados con escudos y flechas en miniatura que
simbolizaban la meta de su futura existencia. Sus cordones umbilicales y las
armas que se les entregaban eran confinados a guerreros veteranos para ser
enterrados ceremonialmente en un campo de batalla.
Una vez alcanzada la edad adulta, su vida estaba
destina por y para derramar sangre en el campo de batalla y lograr víctimas
propiciatorias para sacrificar a sus dioses. No había nada más viril y
honorable para un guerrero azteca que la muerte en el campo de batalla o en el
altar de sacrificios. Tanto así que los hombres que fallecía de esta manera,
así como las mujeres que perecían en el parto, eran considerados merecedores de
otra vida ultraterrenal. Por el contrario, todos los demás, independientemente
de su estatus y rango, debían vagar durante cuatro años por el inframundo hasta
que recalaban en su lugar más bajo (al que llamaban “Tierra de los Muertos” o
“Nuestro Hogar Común”), donde debían presentar sus regalos al Señor de la Muerte y luego desaparecían
en las sombras. Fue éste un tema que inspiró profundamente a los poetas
aztecas, uno de los cuales cantaba: “No hay nada como la muerte en la guerra,
nada como el florecer de la muerte, tan preciosa al que da la vida. Ya la veo
¡Mi corazón la ansía!”.
Guerreros aztecas en
el Códice Florentino.
La misma configuración del territorio del
valle de México fue caldo de cultivo para un estado continuo de guerra: la
multitud de ciudades-estado, la riqueza agrícola de la región por el uso de las
chinampas (huertas flotantes de los lagos de agua dulce), la abundante
población… El que podía sembrar el terror en los corazones de todos los demás
era el que dominaba y gobernaba, y podía extraer el mayor tributo. Una
estimación moderna sugiere que una familia podía sostenerse todo el año de los
frutos obtenidos en sólo unas siete semanas de trabajo en las chinampas. Parte
del excedente de la cosecha iba a alimentar las ciudades en forma de tributo,
pero quedaba un excedente de trabajo que dejaba a los hombres libres para
dedicarse a las actividades militares. Un efecto de ello fue producir una
estructura social jerárquica, en la cual emergían diferentes grupos de gente,
como las clases guerrera y sacerdotal.
En un mundo de estados en conflicto, había
mucho que ganar, como los aztecas no tardaron en descubrir, refinando el arte
de la guerra. Los códices aztecas, los relatos españoles de la conquista, y las
evidencias arqueológicas, muestran que la tecnología militar en Mesoamérica no
llegaba a las elaboradas máquinas de guerra y armas europeas. El éxito o
fracaso en el campo de batalla dependía en cambio del eficiente entrenamiento
de los guerreros individuales, su organización, sus tácticas y su alta
moral.
Los mismos emperadores aztecas, nada más ascender al
trono, debían emprender por costumbre nuevas campañas de conquista. El éxito de
esta expedición inicial era una prueba vital de su valor. Cuando un nuevo
soberano, Tizoc, regresó con sólo 40 cautivos tras perder 300 hombres, fue
etiquetado como un fracaso y su reputación no se recuperó nunca. Según un
cronista: “miembros de su corte, furiosos ante su debilidad y falta de deseo de
traer la gloria a la nación azteca, lo ayudaron a morir con algo que le dieron
para comer”.
Tras el énfasis azteca en el triunfo marcial había una lógica
compulsiva. Curiosamente, los aztecas hacían pocos intentos por subyugar a los
pueblos a los que conquistaban. Ninguna cadena de fortalezas (como poseían los
incas), mantenía a las naciones derrotadas bajo el yugo; incluso las
guarniciones militares parece que fueron raras. En vez de ello, los
conquistadores aztecas dependían de la intimidación para la sumisión continuada
de las demás ciudades-estado de la región: el miedo a las represalias era lo
que mantenía fluyendo los tributos. Cualquier indicio de que los ejércitos
aztecas ya no eran invencibles podía suscitar el desafío y la insurrección, un
hecho que los conquistadores españoles iban a capitalizar cuando grupos de
indios hostiles, especialmente tlaxcaltecas, se aliaron a ellos para ayudar a
derribar a los aztecas.
Hasta
este cataclismo final e imprevisible, la maquinaria de guerra azteca fue un
arma excepcionalmente efectiva. Todas las energías del Estado estaban dirigidas
a alentar las proezas marciales. Desde la edad de 20 años, cada hombre
corporalmente apto podía ser reclutado para las campañas que formaban una parte
regular del año azteca, normalmente a finales de otoño, una vez completada la
recolección y terminadas las lluvias de verano. Además, existía también una
clase militar profesional, exenta del trabajo manual, extraída tanto de la
nobleza como de los plebeyos que habían demostrado su valor en la guerra. Estos
guerreros a tiempo completo no tenían otro compromiso que la guerra, ya que
eran mantenidos por el Estado gracias a los tributos en armas y comida
proporcionados por las ciudades conquistadas.
Todos los muchachos recibían algún entrenamiento
militar. A la edad de 10 años aproximadamente, su pelo era rapado excepto un
mechón en la nuca, como iniciación preliminar a los sagrados rangos del
guerrero. Cuando alcanzaban los 15 años recibían entrenamiento en armas, y se
reunían cada tarde con veteranos que les ofrecían relatos de guerra y les
enseñaban las danzas y los cantos requeridos.
También se les proporcionaban tareas destinadas a
fortalecerles, como cargar troncos desde distantes bosques hasta los templos,
donde alimentaban los fuegos eternos que se mantenían en ellos. Cada muchacho
debía retener su revelador mechón de pelo hasta participar en la captura de un
prisionero. Su primera experiencia en el campo de batalla se limitaba a cargar
con el escudo de un guerrero y observar la acción, pero la segunda requería ya
que participara, junto con hasta cinco de sus compañeros novicios, en capturar
vivo a un enemigo.
El cautivo era llevado entonces a los hombres a
cargo del sacrificio, que lo mataban extrayéndole el corazón palpitante.
Entonces el cuerpo era arrojado por las escalinatas del templo y el corazón
latente a los fuegos fatuos. El cuerpo era dividido entre los muchachos
participantes para su consumo ritual: El muslo derecho y el torso correspondían
al joven que se había comportado más heroicamente; el muslo izquierdo iba al
segundo joven más valiente; el brazo derecho al tercero, y así sucesivamente
hasta que no quedaba ninguna porción. La carne humana era cocinada y preparada
antes de ser comida por los familiares del joven. No eran extrañas estas
escenas de canibalismo ritual entre los aztecas, ante la numerosa cantidad de
carne que representaban los sacrificados y la falta de proteínas en la dieta
mesoamericana.
Escena que representa
el sacrificio ritual del guerrero y el reparto del cuerpo
Tras haberse probado a sí mismo, el nuevo guerrero
hacía cortar su mechón y dejaba que le creciera el pelo para cubrir su oreja
derecha. Pero ahora sólo contaría consigo mismo en batalla, ya no contaría con
sus compañeros ni podría ofrecerles su ayuda en otras capturas de prisioneros.
Aunque un compañero se encontrara en apuros, debía contenerse, ya que si acudía
en su ayuda podía ser acusado de tratar de robarle su cautivo potencial, e ahí
una de las mayores debilidades del sistema militar azteca. También tenía
estrictamente prohibido apiadarse de un amigo que hubiera fracasado en capturar
a un prisionero durante la batalla; entregarle uno de los suyos era un engaño
castigado con la muerte
Existían dos tipos de guerra en el Mundo azteca: una
destinada a la conquista, que generalmente concluía con la quema o destrucción
del templo principal de la ciudad enemiga y la captura del botín. Por medio de
estas luchas fue como creció el estado azteca hasta formar un auténtico
imperio. Pero las continuas victorias forzaron a los aztecas a guerrear cada
vez más lejos, lo que suponía un gran problema para una civilización que no
contaba con animales de carga. Por ello los pueblos sometidos estaba obligados
a suministrar alimentos a los ejércitos aztecas en marcha, principalmente
tortas de maíz, y también cederles un porteador o tamane por
cada dos guerreros, para que cargase con los víveres y la impedimenta. Estos
hombres eran capaces de marchar 24 km diarios llevando sobre sus espaldas hasta
34 kg de peso. Aún así existían graves problemas de logística, lo que
impedía las contiendas de larga duración. Por eso mismo tampoco había la
posibilidad de mantener un largo asedio si no se dominaba el entorno, lo
que convertía a ciudades como Tenochtitlan en inexpugnables, también debido a
su especial orografía rodeada de un lago y comunicada por unas pocas y
largas calzadas. Por ello fue habitual el empleo de la guerra psicológica,
la crueldad y la siembra del terror.
El otro tipo de guerra estaba destinada a
la captura de prisioneros para el sacrificio. Tal vez sea ésta una de las
instituciones aztecas menos comprensibles para la concepción moderna, las
denominadas “Guerras Floridas”, establecidas entre Tenochtitlán, Texcoco y
Tlacopan por un lado, y los Estados rivales de Tlaxcala y Huexotzinco, del
otro. No fue aquel un pacto de paz, sino de hostilidades permanentes, destinado
a proporcionar un material inagotable de guerreros cautivos para el sacrificio
ritual. “Flores”, en la imaginaría poética de los aztecas, era una metáfora
para designar la sangre humana, mientras que el campo de batalla lo concebían
como un jardín de flores. Tlaxcala en sus orígenes fue un estado fuerte, pero
acabó rodeado de territorios dominados por los aztecas-mexicas. Existen pruebas
de que Tlaxcala, cuando llegaron los españoles, era un estado debilitado y
enconado a causa de ese ciclo perpetuo de violencia, y así sus gobernantes y su
ejército abrazaron gustosos la causa de Cortés. Los aztecas presumían de
que Tlaxcala era algo parecido a un "criadero de guerreros" para
sacrificar en sus templos.
En este tipo de lucha no estaba bien visto el morir
en batalla, sino que, si no había otra opción, lo honroso era dejarse atrapar
vivo para tener una muerte digna bajo el cuchillo de obsidiana de los
sacerdotes tlaxcaltecas. Pero a ningún dios se sacrificaron tantos hombres como
al siempre sediento Huitzilipochtli de Tenochtitlán, dios solar y guerrero,
protector de los tenochcas, en su gran pirámide o teocalli que
compartía con Tlaloc, dios de las aguas. Debieron ser tantos los
sacrificados que desconocemos los números exactos, pero los españoles se
encontraron con miles y miles de calaveras que se exhibían como trofeo cerca de
la gran pirámide, en el tzompantli. Por ejemplo, en la segunda inauguración de
Tenochtitlán, los expertos calculan que, durante cuatro días, en catorce
altares, se sacrificaron unas 11.000 personas, imaginemos pues el número total
durante casi 200 años. Se dio incluso el caso de un noble príncipe tlaxcalteca,
Tlahuicole, quien, cautivo de los aztecas, rechazó la libertad ofrecida por
el tlatoani,
pues se consideraba con derecho a morir bajo el cuchillo de pedernal, al haber
sido hecho prisionero en combate tras luchar bravamente.
La finalidad de este conflicto "floral"
era enfrentar a un enemigo cuyo estatus fuera igual o superior al del guerrero
y dominarlo sin inflingirle demasiadas heridas. Los prisioneros mutilados no
eran válidos para el sacrificio. Por cada hombre que capturaba con vida, el
aspirante a guerrero recibía mantos especiales, tocados o estandartes, y así su
record militar era visible para todo el mundo en cualquier momento. Los jóvenes
que fracasaban a la hora de distinguirse en el campo de batalla capturando
enemigos corrían el riesgo de verse sometidos al ridículo y reducidos a vivir
una vida humilde.
El principio de recompensa pública se extendía más
aún una vez el guerrero tenía cuatro o más cautivos unidos a su nombre.
Entonces se convertía en un honorable soldado con derecho a su parte del
tributo de los estados vasallos, e incluso podía cualificarse para un escaño en
el consejo de guerra, que aconsejaba al monarca sobre temas militares. Además,
el guerrero era elegible para hacerse cargo de responsabilidades importantes en
la vida civil, como administrar las escuelas donde eran entrenados los hijos de
los plebeyos. Elaboradas leyes decretaban el atuendo y adornos exactos a los
que le daban derecho sus hazañas militares. De hecho, bajo el consejo de
Tlacaelel, un general que sirvió como una especie de gran visir a tres monarcas
del siglo XV, un héroe de este tipo se convertía en el receptor de las joyas
más finas y las mejores capas y escudos. Para mantener la exclusividad de tales
recompensas, nadie podía adquirirlas en el mercado. En el "Códice
Mendoza" figuran los títulos en insignias que se recibían por las
sucesivas capturas, aunque es complejo clasificarlos. Cuando un soldado cogía a
su primer cautivo, pasaba a ser un iyac, soldado de primer grado, y recibía una capa
decorada con un dibujo de un escorpión o una flor, además de otras prendas; con
dos prisioneros, pasaba a ser un cuextecatl, soldado de segundo grado, recibiendo un
manto orlado en rojo, y vistiendo en adelante en combate una especie de
caperuza como tocado; con tres se le concedía una espléndida capa llamada ehehcailacatzcozcatl o
“joya retorcida por el viento”. Con cuatro cautivos avanzaban al escalafón superior
de guerreros, y se le permitía el privilegio de llevar el pelo a su estilo
propio. También recibía nuevas armas, insignias especiales, atuendos
adicionales y vestimenta ceremonial. A partir de los cuatro cautivos, cuando
pasaba a ser reconocido como tequihuah, o guerrero veterano. A partir
de cinco podía engrosar los cuerpos de otomitl, y de
seis en adelante los de cuachic o cuauhchichimecatl, pero era muy raro
llegar a tanto.
Páginas del códice Mendoza que muestran diversos
rangos aztecas
A partir de los tequiuah, los
guerreros, por su valor o años de servicio, podían ser admitidos
en una de las órdenes militares de élite aztecas: la de Guerreros Águila y
la de Guerreros Jaguar, y llevar sus distintivos uniformes y armaduras de
algodón. Estas dos órdenes afamadas admitían tanto a nobles como a plebeyos,
sin embargo, los nobles, cuyos títulos eran hereditarios, superaban con mucho a
los otros, porque poseían mayores oportunidades de distinguirse en batalla.
Tras su iniciación en el cuerpo, los Águilas y los Jaguares gozaban de muchos
privilegios. Como en el caso de otros guerreros de alto estatus estaban exentos
del pago de tributos. Además, podían tener concubinas, comer carne humana
habitualmente, beber octli (una bebida alcohólica) en público, y cenar en el
Palacio Real. Los pocos guerreros que alcanzaban este estatus desde sus
humildes orígenes recibían también tierras; y sus hijos podían heredar la
condición de nobles. Cada orden tenía su propia casa en el palacio real de
Tenochtitlán: los cuauhcalli. Allí, Águilas y Jaguares celebraban
consejos de guerra con el monarca y sus oficiales.
Se reunían también para adorar a Tonatiuh, el
dios Sol que los consagraba, y para ocuparse de los asuntos de su
propia orden, además de para el placer en forma de festines caníbales y orgías.
Los títulos que portaban estos guerreros representaban a los depredadores
naturales del mundo mesoamericano, de tierra y de aire. Los aztecas
consideraban al águila como un ave sin miedo, valiente, osada, aleteante y
chillona, que podía mirar de frente al sol, cualidades que debían emular sus
guerreros. Veían al jaguar como cauteloso, sabio, orgulloso, un poderoso animal
que desviaba las flechas del cazador antes de revolverse, tenderse, y luego
saltar sobre su atacante. El llamado Salón de los caballeros Águila, fue
descubierto en las excavaciones del Templo Mayor, cercano al palacio, con
impresionantes relieves y decoraciones, los investigadores han supuesto que
debía de usarse para algunas ceremonias de la orden.
Guerrero raso Iyac y guerrero Cuextecatl (Adam Hook).
Dispuestos para la batalla, estos guerreros de élite
llevaban atuendos que imitaban al águila o al jaguar. Los arqueólogos han
desenterrado esculturas que sugieren la temible apariencia que debieron
presentar los guerreros Águila y Jaguar, lo que, unido a las miniaturas
conservadas, nos da una amplia idea de sus atavíos. Pero, por el hecho de
ascender en el rango, también se ponían en un creciente peligro: los atavíos de
su éxito los convertían en un llamativo blanco en el campo de batalla.
Entre las demás prestigiosas órdenes estaban los
otontin, llamados así por una tribu admirada por su ferocidad; y los cuahchic,
o “los rapados”, con toda la cabeza afeitada y tintada en rojo y azul, excepto
una característica cresta que lucían entremedio, o con un único mechón de pelo
trenzado sobre la oreja. Los otontin también lucían ese mechón, pero lo ataban
cerca de la otra oreja de modo que se agitara sobre sus cabezas durante la
batalla. Los cuauchic en particular eran notables por su valor, luchaban en
parejas, y hacían juramento de no dar ni un solo paso atrás en el campo de
batalla ni retirarse. Si uno caía muerto o herido, el otro tenía que luchar
sólo. Formaron las tropas de choque que ganaron muchas famosas victorias.
Tras ellos, los soldados comunes estaban organizados
en bandas de 20 miembros, agrupadas a su vez en grandes compañías de 200, 400 y
800 hombres, los calpullis, mezcla de unidad territorial de la capital y de
grupo social integrado por parientes, aliados y amigos. Cada distrito urbano de
Tenochtitlán proporcionaba un cierto número de estas compañías de “leva”, cada
una mandada por un oficial elegido de entre los rangos de aquellos del calpulli
que habían tomado cuatro o más cautivos. Las compañías estaban dispuestas en
regimientos unidos a los cuatro distritos de la capital, dirigidos por familiares
del emperador con títulos tan brillantes como tlacatecatl (Jefe de Hombres),
que en batalla lucía un enorme estandarte a la espalda, o el tlacochcalcatl
(Jefe de la Casa
de jabalinas). Cuando se reunía todo el ejército lo mandaba el tlatoani
(emperador) en persona o, a veces, el cihuacoatl (sumo sacerdote de dicha
divinidad femenina del inframundo, y brazo derecho del emperador), que se
ataviaba con una armadura de algodón y un yelmo monstruoso del mismo material
representando a la "diosa serpiente". En otras ocasiones se nombraba
un jefe de guerra para mandarlo sólo durante la campaña, el tlacatecutli. Las
fuerzas de Tenochtitlán eran reforzadas por tropas adicionales proporcionadas
por las otras dos ciudades de la Triple Alianza , Texcoco y Tlacopán, con un
sistema similar. Por último, se empleaban algunos mercenarios, como los
numerosos arqueros de las tribus otomíes, que actuaban en defensa del Estado
azteca.
Mucho se ha discutido sobre el volumen de los
ejércitos aztecas, pero hoy se sabe que las fuentes españolas tienden a la
exageración. Los historiadores más rigurosos hablan de cifras de 20.000
guerreros para México-Tenochtitlán, y otros tantos entre las otras dos ciudades
de la Triple Alianza ,
más por parte de los alcohuas de Texcoco que de los tecpanecas de Tlacopan. A
esto se sumarían los contingentes de los pueblos tributarios, que en las
campañas en regiones alejadas serían más numerosos que las fuerzas aztecas, más
las interminables filas de porteadores. Pero éstos serían los números totales,
y sería improbable que se movilizaran todos para una campaña.
Línea
de batalla azteca con dos cuahchic en vanguardia (Adam Hook)
Los Estados enemigos recién conquistados por estos
ejércitos se organizaban como provincias de la Triple Alianza , que
proporcionaban tributos, bajo el control directo de nutridas guarniciones
aztecas. Una vasta burocracia que incluía a los torbos recaudadores de impuestos
se cuidaba de que el sistema funcionase perfectamente. Nada tiene, pues, de
sorprendente que muchas provincias conquistadas saludasen a los españoles como
a sus salvadores.
LAS ARMAS Y ARMADURAS AZTECAS
El armamento mesoamericano posee claramente dos
elementos definitorios. El primero es que se trataba de civilizaciones que no
conocían el hierro o el bronce, por lo que el material de las armas se limitaba
a la madera y a la piedra. En especial, para las armas ofensivas, utilizaban la
obsidiana, una piedra volcánica de color negro brillante con la que, a pesar de
que parezca primitivo, realizaban cuchillas muy afiladas y de gran calidad. El
segundo aspecto característico del armamento mexica es que no estaba
fundamentalmente diseñado para matar, sino para herir y facilitar la captura de
prisioneros, lo que no excluye que pudieran matar, ya que lo hacían, y bien.
Estas armas eran muy adecuadas para las “Guerras Floridas”, pero supusieron un
problema a la hora de enfrentarse a los españoles.
Los aztecas y otros pueblos mesoamericanos, así como
los mayas, se protegían el cuerpo con armaduras llamadas en nahualt ichcahuipilli.
Éstas consistían en varias capas de tejido de algodón o fibra de Maguey con un
relleno vegetal que le daba un aspecto acolchado, con unos dos dedos de grosor.
Los bordes se reforzaban con tiras de cuero y unas costuras diagonales
mantenían el interior uniformemente repartido. Para hacerlas más duras se
dejaban secar tras empaparlas en salmuera. Este tipo de coraza era sobradamente
capaz de proteger al guerrero del impacto de cualquier flecha o dardo de punta
de madera u obsidiana, de modo que a la llegada de los españoles muchos de
éstos las prefirieron en lugar de sus pesadas corazas de acero o cotas de
malla. Su forma y tamaño podía variar según la jerarquía social de los
combatientes.
En muchos casos, sobre todo para los soldados rasos:
iyac, era una pieza sin mangas que cubría el torso y el abdomen por encima de
las rodillas. Por influencia huasteca, un pueblo del noreste, desde mediados
del siglo XV los guerreros aztecas de élite llevaban modelos más complejos
llamados tlahuizli,
una especie de mono que no sólo protegía el torso y espalda, sino también
brazos y piernas. Estas armaduras se cerraban anudando los lazos que para ese
fin llevaban a la espalda y eran idóneas para fijar en ellas los complejos
adornos de los que hacían gala los oficiales y nobles aztecas: estandartes de
todo tipo, mosaicos de plumas para los guerreros Águila, o pieles de jaguar
para los guerreros Jaguar. Estos guerreros águila y jaguar, además de algunos
nobles y generales, llevaban ocasionalmente cascos de madera o maguey que
imitaban las cabezas de animales o de dioses, aunque otros las desechaban
debido a su incomodidad y a que les reducía la visión, adoptando simples
tocados emplumados en su lugar.
Además, los oficiales llevaban a su espalda
estandartes sujetos fuertemente mediante arneses en los hombros. Además de
señalar el rango de su portador, estos imponentes emblemas de mimbre, a menudo
espléndidamente decorados con plumas, banderolas, gemas, plata u oro, tenían
una función vital a nivel de comunicaciones. En el fragor de la batalla,
permitía a los comandantes localizar las compañías individuales, y también
servían como puntos de reunión para los soldados dentro de cada unidad. Su
amplia visibilidad, de todos modos, convertía a los oficiales portaestandartes en unos
blancos tentadores para todo enemigo. Una de las razones de la supremacía de
los españoles sobre los aztecas en las batallas, se debía a la relativa
facilidad con que podían desmantelar el sistema de comunicaciones enemigo, y
mediante la caballería, penetrar en sus filas y dar muerte a los principales
líderes, claramente localizables.
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Guerreros aztecas en
el Códice Florentino
El armamento defensivo se completaba con varios
tipos de escudo, los chimalli. Uno, de mimbre trenzado, se podía enrollar
para facilitar su transporte y desenrollarlo luego en combate. Probablemente
sólo se usaría para protegerse de las armas arrojadizas en los momentos previos
al combate. En la lucha a corta distancia se protegían con otros pequeños
escudos redondos de madera. Estos solían ir adornados con pinturas geométricas,
imágenes sencillas o plumas en su parte inferior. En casos excepcionales,
podían decorarse con un complejo mosaico de plumas, como el que se conserva
actualmente en Viena, que imita la figura de un coyote de magnífica factura.
Escudos
mesoamericanos
Los ejércitos mesoamericanos solían comenzar sus
batallas arrojando contra el enemigo una densa nube de proyectiles. Lanzaban
jabalinas y flechas con puntas de obsidiana o madera endurecida, junto con
piedras propulsadas por hondas. Los arcos tenían hasta una longitud de metro y
medio, con flechas también muy largas, aunque era un arma de bajo estatus,
asociada a mercenarios y a las tribus bárbaras del norte. Las hondas se
realizaban con fibra de maguey y podían lanzar piedras de formas especiales
hasta 300 m o más, pudiendo aturdir a un hombre o incluso matarlo. Un tipo de
venablo corto, con punta de madera endurecida al fuego, estaba diseñado para
ser lanzado con la ayuda de un propulsor de madera denominado atlatl.
Consistía en una pieza de madera recta de unos 50 cm con una ranura
perpendicular a lo largo para alojar el dardo, y un gancho donde afianzar su
extremo. Tenía dos huecos para pasar los dedos índice y corazón y,
adecuadamente usado, multiplicaba la fuerza del brazo hasta un 50%, con el que
el proyectil adquiría mucha más potencia.
Atlatl ricamente decorado, probablemente
perteneciente a un guerrero de alto estatus.
Para la acometida cuerpo a cuerpo se usaba una lanza
más pesada, el tepoztopilli, realizado en madera recia en cuya punta
engarzaban afiladas y delgadas cuchillas de obsidiana. El mismo sistema se
usaba en la que probablemente sea el arma azteca más famosa: el maquahuitl.
Era una mezcla entre maza y espada que podía usarse tanto con una como con dos
manos. Tenía un mango cilíndrico, que formaba una sola pieza con una hoja de
madera que poseía dos hileras o filos de pequeñas lascas de obsidiana afiladas
como navajas. Era un arma con una enorme capacidad de corte, más que suficiente
para partir las corazas de algodón mesoamericanas o para matar sobradamente si
se golpeaba el cuello del enemigo. También, con un golpe fuerte y certero,
podía fracturar un brazo u otros huesos, cortar músculos o incluso una mano.
Cuando las cuchillas se partían o se embotaban, se las sustituía por otras
nuevas, lo que la convertía en un arma muy duradera. El maquahuitl aparece
en la mayoría de las imágenes de combatientes aztecas que nos han llegado, pero
es probable que se deba a que estas figuras suelen representar a guerreros de
alto rango. Lo mismo que ocurría en Europa con las espadas, que no eran
alcanzables para todos los estratos sociales, y sin embargo las miniaturas
siempre las representan. Lo más seguro es que sólo los nobles y las órdenes
elitistas de guerreros las llevaran, mientras que los soldados inferiores
tendrían que conformarse con las más barata y sencilla macana.
Esta era una simple y maciza porra o maza de madera, normalmente reforzada con
una protuberancia en su extremo, pero sin cuchillas de obsidiana, aunque alguna
podía tener una punta de madera aguda.
El cuauhololli era una especie de maquahuitl grande,
caso análogo al de la espada y el mandoble europeo. Este cuauhololli se
empleaba siempre a dos manos, debido a su peso y su longitud de 130cm, con una
hoja de madera de más de 50 cm y un largísimo mango de unos 80 cm. También
poseía en la hoja una doble fila de cuchillas de obsidiana, lo que unido a su
peso y su tamaño debía darles a sus golpes una fuerza devastadora, pudiendo
cortar un brazo de un solo golpe. Si bien los españoles, exageradamente, decían
que “podía arrancar la cabeza de un caballo” de una estocada. El extremo
inferior del mango iba provisto de una gruesa esfera tallada en la misma
madera, que servía tanto para golpear sin matar como de contrapeso para
facilitar su manejo.
Tácticas
Como todo el mundo mesoamericano, la guerra tenía también un complicado ritual,
indispensable para conseguir la victoria. En primer lugar era preciso que los
sacerdotes encontraran una fecha propicia en los calendarios. Normalmente la
temporada de guerras empezaba con las lluvias de invierno, en septiembre.
Después se mandaban heraldos que llevaban al enemigo mantas y armas como
símbolo de la ruptura de hostilidades. No era extraño que hubiese un lugar
prefijado para combatir, sobre todo en las “guerras floridas”. Antes de iniciar
la batalla los sacerdotes quemaban copal y el comienzo del ataque se marcaba
haciendo sonar caracolas y tambores de madera, además de los gritos de guerra de
los combatientes.
Panoplia azteca
(Dionisio A. Cueto)
La táctica más
habitual de los ejércitos mexicas era el ataque frontal con abrumadoras masas
de guerreros precedido de una lluvia de proyectiles. A continuación, seguía la
carga de los guerreros especializados en el combate cuerpo a cuerpo, a los que
seguían ayudantes u esclavos con cuerdas para atar los pies y manos del enemigo
que su amo pudiera capturar. El principal defecto de este tipo de formación era
que no se sacaba todo el partido posible de una gran cantidad de combatientes,
pues solamente luchaban los hombres de las primeras filas. Para evitar esto,
los mexicas tendían a formar un frente lo más largo posible, por lo que la
fuerza más numerosa podía desbordar al enemigo por uno o los dos flancos, o
forzarle a desplazar sus tropas hacia las alas de la formación, lo que volvía
peligrosamente frágil su centro. Los oficiales, con sus característicos
estandartes a la espalda, se movían por la parte trasera de sus unidades,
atentos a cualquier fractura o debilidad que se apreciasen en las propias filas
o las del enemigo. La información era rápidamente transmitida mediante tambores
o silbidos, para que a ese punto acudieran tropas de refresco que taponaran las
brechas propias o profundizaran las ajenas hasta dar el golpe de gracia al
ejército rival. Para conseguir una mayor fuerza en el choque, los combatientes
mejor preparados por su equipo y experiencia luchaban en las primeras
posiciones. Cuando a lo largo de la batalla la fatiga iba restando ímpetu a
estos primeros guerreros, otros les sustituían desde atrás. Gracias a este
sistema se podía mantener la presión sobre el enemigo por largos periodos de
tiempo, lo que hacía que los combates pudiesen llegar a durar varias horas. El
tipo de lucha donde predominaban las armas contundentes exigía frecuentemente
el uso de formaciones abiertas, donde hubiese el espacio suficiente para
usarlas. También era frecuente que la batalla derivase hacia una serie de
combates individuales, especialmente entre los luchadores de alto rango.
Batalla de
Otumba, entre aztecas y el ejército hispano-tlaxcalteca (1520). Los
aztecas afrontaron el combate con la intención primordial de dar muerte, al
contrario. El exiguo número de enemigos situados en formación defensiva
(unos 500 españoles y un indeterminado número aliados amerindios)
evitó que los aztecas pudieran desarrollar adecuadamente su táctica de
relevos en un frente amplio. En la imagen, una abigarrada masa de
guerreros de élite aztecas de las primeras líneas rodean y se abalanzan contra
los españoles provistos de armas y armaduras de acero, y expertos en tácticas
defensivas. (Dionisio A. Cueto)
.
Cuando las fuerzas de ambos ejércitos estaban
igualadas y no había posibilidad de romper el frente con ataques frontales, los
mexicas recurrían a otras tácticas mucho más complejas y que requerían una gran
disciplina y organización. Las fuentes españolas nos confirman que los pueblos
guerreros de Mesoamérica eran expertos en el uso de “tretas y artimañas”, como
los falsos movimientos de tropas o las retiradas fingidas con la que atraer al
enemigo hacia alguna encerrona en algún lugar desfavorable donde tenderle una
emboscada. En una de esas crónicas, se nos cuenta como las órdenes de otontin y cuahchicqueh recibieron
instrucciones antes de una batalla de preparar una emboscada: “Se ordenó a
todos estos soldados que se tendieran en el suelo con sus escudos y mazas en
las manos, unos 2.000 hombres de todas las provincias. Luego fueron cubiertos
con hierba hasta que no pudo verse a ningún hombre”. Cuando apareció a la
carrera el ejército oponente los aztecas permanecieron inmóviles tendidos en el
suelo. “Corrieron hasta el lugar donde los grandes guerreros aguardaban
emboscados. Cuando el enemigo hubo entrado en la trampa, los hombres ocultados
en la hierba se pusieron de pie y los aniquilaron. Ninguno escapó, todos fueron
muertos o hechos prisioneros. Incluso los jóvenes tomaron muchos cautivos.”
Emboscada azteca
a los huastecas (Adam Hook)
Estas maniobras exigían un alto grado de
coordinación, que se conseguía con el riguroso entrenamiento de los varones
aztecas al nivel de la institución del calpulli. Una falsa retirada,
interpretada por el resto de ejército como auténtica, podía provocar un
abandono masivo que llevaba a la catástrofe. Además, se necesitaba mucha
disciplina para romper el contacto con las fuerzas contrarias y cederles
terreno manteniendo a la vez la capacidad de contraataque. Sobre todo, porque
en esos momentos el enemigo se envalentonaba y redoblaba su presión por lo que,
si no se conservaban los nervios bien templados, la huída fingida podía
transformarse en desbandada real, de desastrosas consecuencias (recordemos que
los pueblos mesoamericanos, en su insaciable ansia de capturar enemigos vivos
para el sacrificio, acostumbraban a perseguir al enemigo derrotado). El mítico
Genghis Khan, experto en este tipo de lucha, decía que “simular desorden
requiere disciplina, y simular el miedo requiere valor”. Este valor y esta
disciplina eran el punto fuerte del ejército azteca. Gracias a su entrenamiento
y organización superó a todas las fuerzas rivales que se pusieron a su alcance
durante más de cien años.
El objetivo de los ataques de flanqueo y de
las maniobras de falsa retirada era conseguir rodear a las fuerzas del enemigo
en una posición que les fuera desfavorable. Pero los astutos estrategas
precolombinos nunca cerraban completamente el cerco, pues no hay combatientes
más fieros que los que luchan sin esperanza. En unas guerras donde la captura
significaba la muerte segura en las piedra de sacrificio, aquellos que se veían
si posibilidad de escapatoria peleaban con tal bravura que más de una vez
habían dado la vuelta al resultado de la batalla, haciendo de la derrota una
victoria (lo que demuestra que los aztecas no deseaban tanto el morir el la
piedra de sacrificio, como algunos de sus poetas señalaban tanto, siendo
probablemente la verdadera causa de éstas canciones la de insuflarles valor a
su guerreros). Por eso, para evitar este vuelco del resultado, los aztecas
acostumbraban a dejar, una vez rodeado el enemigo, un pasillo de salida, una
puerta de escape que les hiciera volver la cabeza y pensar en la salvación más
que en la lucha. Si el número de guerreros era amplio y el hueco por donde
retirarse pequeño, podía aparecer el pánico, que fácilmente llevaba a la
desbandada general. Ese era, justamente, el momento en que los combatientes
derrotados eran más vulnerables. Los mismos guerreros que de haberse visto
totalmente perdidos habrían luchado como fieras, eran capturados con facilidad
para que regaran con su sangre las gradas del templo de Huitzilopochtli.
Manuscrito de
Tovar que representa la batalla de Azcapotzalco
A pesar de estas tácticas, las batallas
precolombinas no producían un gran número de bajas, aunque, como ya se ha
dicho, los prisioneros encontraban la muerte a posteriori bajo el cuchillo de
pedernal de los sacerdotes enemigos. Como en todas las guerras, los
combatientes peor equipados y con menos habilidad eran los que más fácilmente
caían en las trampas del enemigo. Este sería el caso de los jóvenes guerreros
novatos. Su corta edad y su falta de experiencia, haría de ellos unas presas
fáciles. Su deseo de emular a los veteranos y, sobre todo, el de conseguir
capturar un primer prisionero que les diera el ansiado reconocimiento social
como combatientes y como adultos, los llevaría frecuentemente a exponerse más
de los necesario, con nefastas consecuencias.
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